La ley de la navaja

David Madí, el hombre fuerte de Artur Mas hasta que éste llegó a presidente y se echó a perder, escribió en su libro Democracia a sangre fría un minucioso y descorazonador retrato de la clase política catalana. Una estampa tan deprimente que abandonó la política cuando por fin su candidato alcanzó el poder.

Una de las figuras del paisaje era José Zaragoza, al que Madí definió como un «quinqui del Baix Llobregat», y el concepto fue tan preciso que enseguida hizo fortuna y hoy está perfectamente instalado en el imaginario catalán. Los socialistas acusaron a Madí de xenófobo por lo del «Baix Llobregat», pero más que xenofobia en Madí, había resentimiento social y trauma en los que siempre se han avergonzado de sus orígenes.

Zaragoza se comportó como un quinqui espiando al hoy alcalde de Badalona, Xavier García Albiol, y se comporta como tal haciéndose el íntegro dimitiendo de su cargo en el PSOE, del que no cobra, y aferrándose mezquinamente a su remunerada acta de diputado. ¿A quién cree que engaña?

Zaragoza se comportó como un quinqui hostigando a periodistas, haciéndose el amigo del director de La Vanguardia para ganarse su favor, que, por cierto, nunca obtuvo a pesar de las considerables sumas de dinero que desvió de la Generalitat para intentar comprar a su reciente amigo.

Del mismo modo, él fue el autor intelectual, y material, del linchamiento que en Cataluña sufrió el Partido Popular durante la era del tripartito. Él creó el cordón político para excluirle de cualquier pacto, para demonizarle, para agitar el odio y culparle de cualquier calamidad, atentado de Atocha incluido. «Si encara estàs indecís, escolta laCope cada matí» fue uno de sus lemas electorales. Federico le contestó con maestría: «Si encara estás indecís, Filesa, Chacón, Narcís».

Pero los quinquis –y cualquiera que conozca a uno se habrá dado cuenta de ello– son especialmente descarnados con los suyos, especialmente despreciables y violentos. A José Zaragoza se le recordará para siempre por la manera que tuvo de acosar y derribar al entonces presidente de la Generalitat, Pasqual Maragall.

El brillante alcalde olímpico fue sin duda un presidente grotesco, y aceptó gobernar cuando sabía que no estaba en condiciones de hacerlo. Pero la humillación a la que fue sometido en público y en privado no la merece nadie. Zaragoza empezó a filtrar a los medios de comunicación que Maragall sufría demencia senil. Al principio en tono jocoso, y luego diciendo además que era un egoísta que se negaba a dejar paso. Siempre cruel, siempre para hacer daño.

Al final amenazó a Maragall y a su esposa, Diana Garrigosa, con hacer pública su enfermedad si él mismo no anunciaba que se retiraba. Zaragoza había tenido acceso al historial clínico de Maragall. Una vez más, de un modo muy poco claro.

La política es dura y hay que ganar. Nadie espera cortesías de los secretarios de Organización ni de los directores de campaña. Pero hay una humanidad de mínimos que nos define y una decencia de guardia a la que tendrían que recurrir hasta los más desesperados. Para los quinquis del Baix sólo existe la ley de la navaja, siempre por la espalda.

Zaragoza pinchaba en la política catalana.